II. UN HOMBRE MISTERIOSO
El pasado viernes 17 de agosto era un día como cualquier otro. El frío amainaba y podíamos ver en horas de la siesta cómo la gente que andaba desde temprano en la calle se desprendía de su campera o pulóver; pero, en cambio, en los interiores de los edificios el frío persistía atrincherándose en sus rincones más apartados y de menor iluminación exterior.
Ese día, a las 16 horas, debía hacerme presente en el Hospital para tratar con mi médico de cabecera ciertos temas de salud. El lugar elegido para la reunión –la que sería de unos pocos minutos-, era el quiosco mismo. Contrario a mi costumbre de impuntualidad, diez minutos antes de la hora señalada me encontraba delante del quiosco en paciente espera por si acaso el médico llegara antes, pero no…, no era simplemente eso; había algo…, algo que sin saberlo me llevaba a estar en ese punto y a esa hora; como una combinación matemática que ejerce un ineludible resultado; resultado que uno lo transita ignorando tal procedimiento algebraico.
Así es la vida, creemos hacer nuestro propio camino cuando en realidad estamos en una autopista a la que se le cruzan innumerables avenidas…
Mientras esperaba, parado enfrente de la puerta del bar, no me quedaba más remedio que observar los detalles curiosos, como por ejemplo un telefonito semipúblico (de esos blancos y azules) colgado de una de las columnas con un gran cartel escrito a mano que decía: “NO FUNCIONA”. Así, este teléfono semipúblico que no funciona estaba como un adorno; pero este adorno milagrosamente comenzó a sonar. Parecía un chiste. Así es la vida del pobre, la vida del pueblo: rodeada de chistes, chistes ácidos e irónicos.
Otro detalle curioso que pude apreciar, mientras distraía mi mente, era que en el quiosco mismo del Hospital venden cigarrillos como pan caliente; algo contradictorio, por cierto, pero el hecho de que esto sea tomado como algo normal es lo que lo hace interesante…
Justamente una señora se detenía a comprar uno de estos paquetes adictivos pidiendo además uno que otro caramelo, y mientras elegía la golosina un hombre algo canoso ya se encuentra haciendo cola. Los comerciantes lo saben bien: “…no viene nadie o se amontonan todos de una sola vez”.
Al momento de pagar la señora llega otra persona más procedente del pasillo que comunica a Urgencias, quien acapara nuestra atención con su enorme y viejo pulóver de lana que cubre su cuerpo, y su gorrito, también de lana, que tapa la mitad de su rostro y cabeza. Pareciera ser un viejito por su paso lento, tranquilo y dificultoso pero su barba rala de uno o dos días no presenta gran cantidad de canas y su rostro lánguido sin denotar arruga alguna nos hace pensar que no supera los sesenta y cinco años de edad. Su aspecto general es descuidado, como si no prestara atención a la suciedad y agujeros de su abrigo y pensara que su ropa cumple la función de abrigo y nada más.
Todo parece indicarnos que esta persona está desde temprano en el Hospital -si es que no lo está desde hace varios días- y que no ha salido siquiera un instante a calentarse en el sol de la siesta.
Con toda simplicidad llega hacia el quiosco y detenidamente observa un muestrario de sándwich de milanesa que hay hacia un costado y pregunta:
— ¿A cuánto están los sándwich?
— Tres pesos – responde el quiosquero.
— ¡¡A la pucha!! – exclama a grandes voces, agregando en voz baja una serie de apóstrofes.
Así, el contraste que este hombre ofrece en un primer momento con su vestimenta lo ofrece ahora con su expresión pues no era el simple hecho de que manifestara desagrado o desacuerdo por el precio que se le dice sino que el contraste reside en la espontaneidad y transparencia de su pensamiento, encarnando y haciendo visible, hasta tangible diríamos, su decepción de no poder contar con esos tres pesos, tal vez ni siquiera con moneda alguna, y de allí que esa exclamación y apóstrofes estaban nutridos de gran potencial dándole suma importancia. Es por eso el contraste: la exclamación tiene sentido y es real, proviene de lo más profundo de su espíritu y se hace presente ante nuestros ojos. Algo auténtico.
Eso auténtico que queda plasmado en su exclamación, y por lo tanto, impregnado en la percepción de los que allí nos encontrábamos es lo que ofrece un nuevo contraste para barrer con la monotonía y vulgaridad de las circunstancias.
El hombre, al momento de exclamar con tanta significancia y potencia, según lo hicimos notar, con mano férrea, como quien frena con las riendas unos caballos briosos, se detiene un instante en su exaltación y piensa rápidamente, y al cabo de unos pocos segundos se dirige sin demora hacia el bar dejando atrás lo sucedido, en el pasado, como si ya no tuviera importancia.
Al ingresar al bar debe hacer un pequeño esfuerzo, casi imperceptible, para mover la pesada puerta de vidrio. Una vez adentro, con toda simplicidad se dirige hacia la barra sin llamar la atención como si fuera una sombra. Contribuía a ello el que la gente estuviese prestando atención al televisor (que está hacia una esquina montado en un soporte arriba) que transmitía imágenes de un partido de fútbol, si mal no recuerdo.
Todas las mesas estaban ocupadas por lo que para llegar a la barra debía el hombre pasar por un estrecho sendero.
Una vez allí le pregunta algo al encargado y éste le contesta con cierta explicación de por medio como quien ofrece varias opciones. Formulada la respuesta, el hombre parece hundirse -aún más que la vez anterior- en sus pensamientos y reflexionar como si grandes engranajes maquinaran en su cerebro. Se hace a un costado de la barra, siempre con la vista baja y apesumbrada que ha entrado, y desde el fondo, en la esquina más apartada, parece querer esgrimir una solución y con ello recrudece su reflexión. Luego, cuando ya pareciera haberla encontrado, a los pocos segundos, levanta la vista y examina el campo de acción y sin titubeos se dirige hacia la primera de las mesas que tiene ante sí y en su sencillez que lo caracteriza y con entera humildad pide algo en voz baja a una pareja de viejos que están comiendo. Digo que pide algo porque al momento de hablarles extiende su mano. La pareja sin demora le da unas monedas.
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